martes, 8 de septiembre de 2009



Atardecía, el otoño se había precipitado sobre la ciudad, fundiéndose en un abrazo de viento y hojas secas, que giraba alrededor de los dos. Había comenzado a nevar, tenuemente y los blancos copos caían sobre el gorro de lana de ella, que dejaba entrever unos mechones de pelo desfilados y lacios como lana virgen, tenia esa media sonrisa que a el tanto le gusta, mientras el bromeaba con su cantoneo de caderas provocado por unos altos tacones fundidos hacia la caña de las botas que ceñían su pantalón tejano ajustado y gastado que moldeaba sus torneadas piernas. En el callejón se mezclaban los cristales helados de la nieve, con las luces de Navidad que pendían de las ornamentadas rejas de los balcones, creando una disparidad de colores agradable a la vista, y en la lejanía, la estrechez de la calle cobijaba a dos chiquillas cubiertas con guantes, abrigos, e ilusiones de desempolvar el trineo del abuelo. A medio camino, el portal de la casa, anhelando su calidez interior ella se resistía a entrar, y cambiar el paseo por cuatro paredes. Despedida fría y solemne, en el interior una espalda solitaria pegada al cristal de la puerta, en el exterior una inmóvil figura vacía mirando el horizonte, sin llegar a verlo, cuando la nieve hace de manta a una solitaria lagrima resbaladiza.

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